jueves, 20 de abril de 2017

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lunes, 17 de abril de 2017

El último adiós.

1945, en plena Segunda Guerra Mundial, en la pequeña ciudad de Euskirchen, familias enteras corrían desesperadamente para salvar el pellejo del ataque aéreo con el que las fuerzas aliadas pretendían lograr la rendición rápida de esa zona industrial germana. El silbido de las bombas había comenzado a extenderse por toda la región del Rhein desde la madrugada de ese día. El poder defensivo de Alemania era casi nulo, porque los soldados que estaban a cargo de la defensa antiaérea habían abandonado sus puestos de combate con la finalidad de rendirse incondicionalmente a los norteamericanos, que ya habían traspasado el Rhein. Sabían que si caían en manos de los rusos, sus horas estaban contadas. 

Los sótanos hacinados los repletaban ancianos, mujeres y niños asustados, hambrientos e indefensos, todos compartiendo un mismo destino y envueltos en su propia miseria; llevando consigo ese olor propio de la guerra que al parecer es el de los que saben que pronto van a morir. En un rincón de esa gran habitación, carente de ventanas, un joven hablaba con su madre tratándola de convencer que lo dejara partir. Ella lloraba balbuceando que no tendría oportunidad alguna de sortear el infierno que cubría la ciudad. El muchacho, entonces, se quedó con ella. Unos pasos más allá un hombre cubría con sus brazos a un bebé que no era el suyo y a su lado, una mujer vieja y cansada tosía desgarradormente hasta vomitar sangre. Afuera, las bombas habían hecho una pausa, dejando un cuadro gris, impregnado por el hedor de los muertos. 

Inesperadamente, se pudo oir el ruido de varios camiones. Eran grupos de soldados pertenecientes a las SS, que andaban controlando a los alemanes que osaban poner una bandera blanca en sus ventanas como senal de rendición, por lo que engrosaban la categoría de traidores al Führer. Por esa razón, varios ciudadanos habían sido arrastrados hacia la calle y fusilados en el acto. El jefe del destacamento, un teniente joven, de aspecto gentil, se hizo seguir por una partida de subalternos y comenzaron, entonces, a registrar los sótanos de esa avenida, buscando a rebeldes que estaban ocultos o que habían desertado del ejército. 

Cuando la madre y el joven escucharon los pasos, se dieron cuenta que tenían que reaccionar con rapidez. No pasaron cinco minutos cuando los soldados ingresaron a a la sala. Buscaron entre todos los que estaban ahí sentados y de pie, pero no pudietron encontrar nada. El olor nauseabundo de la orina los motivó a retirarse prontamente, no sin antes solicitar a las personas que no se dejaran influir por los enemigos del Reich. Después que el último camión había abandonado el lugar, el joven salió debajo de las faldas de su madre. Junto a ella se habían dispuesto otras dos mujeres para cubrir el bulto humano que se había escondido bajo las sillas. Entonces respiraron aliviadas. 

Sorpresivamente, el muchacho abrazó a su progenitora y salió corriendo en dirección de la salida del edificio, mientras su madre corría tras él gritándole que se quedara. No alcanzó a llegar al dintel de la puerta cuando una granada estalló cerca de su posición. El espacio se llenó de humo y de silencio. La madre había caído unos metros más allá sobre unos cuantos cadáveres ya descompuestos. No fueron más que un par de minutos, pero que a ella le habían parecido eternos. Se levantó como pudo y corrió a abrazar a su hijo que estaba sentado sobre el suelo, contemplándola. Sonreía. Ella se alegró de verlo consciente y lo abrazó fuertemente, fue entonces que sintió que sus dedos se humedecían. Lo miró con ternura, mientras él la tranquilizaba: “Mamá, no te preocupes, es sólo sangre” y entonces expiró. 

Hanna (2da parte)


“Hanna, un gusto volver a verla”, dije intentando contener todas las emociones que en un abrir y cerrar de ojos aparecieron y que yo creía superadas. Observó a Daniela de la cabeza a los piés y le estrechó la mano. “Disculpen, mi torpeza- dije- Daniela, te presento a la señora Herzfeld”. Cuando terminaron de saludarse, hubo un silencio que dio paso a miradas que dijeron más que muchas palabras. “Debo ir al correo. Me alegro de haberlo visto Gonzalo. Espero que esté bien.” Se despidió amablemente de Daniela y se perdió entre miles de seres que a esa hora deambulaban por el centro. Mi amiga y yo tomamos las bicicletas dirigiéndonos hacia el paseo peatonal que bordea el Rhein. Ahí comenzaríamos nuestro tour sabatino. Durante el paseo, mi compañera iba pedaleando seria y sin hacer mayores comentarios de lo sucedido. Nos detuvimos en Remagen, donde se alzan los restos del puente que inspira la película del mismo nombre, para beber agua. “La he visto antes”, comentó.

Unos minutos más tarde prosiguió. “Su esposo fue profesor de la Universidad de Bonn, como mi padre y muchas veces los vi conversar en la cafetería del campus”.

-“Vaya, esa sí que es una casualidad. Dices que su marido fue profesor, o sea que ya no trabaja como tal?, pregunté intrigado.

-“No, ya no trabaja ahí, la verdad es que murió hace un tiempo, bueno, en realidad se suicidó”. Aquella confidencia me golpeó severamente.

-“Se suicidó?...uf, es lamentable. Ella debe haber quedado super mal”. Reflexioné sin dejar de imaginar la tragedia y a Hanna apesadumbrada y triste.

-“Gonzalo, según los comentarios que recopiló mi padre, de personas cercanas a ese matrimonio, ella le fue infiel con un estudiante y, al parecer, su marido no lo pudo soportar”.

-“Eso es entrar al mundo de las teorías y tú sabes que hasta en las elites universitarias se tejen historias que carecen de veracidad. A lo mejor se suicidó por otros motivos ­- precisé con algo de molestia y continué – a mí me dijo que estaba separada”.

 -“Qué tanto la conoces?”- inquirió mi amiga medio inquisidora.

 -“No mucho..., la verdad,  nada. Sólo algunas cosas superficiales. En realidad y pensándolo bien, no creo que le cuente algo tan terrible y personal a un extraño con el que comparte una mesa en el Pendel”. Explicité con una incertidumbre que en el transcurso de la conversación había comenzado a tomar forma. Unas nubes oscuras fueron colocándose sobre nosotros, por lo que continuamos el viaje, sin referirnos más sobre el tema, ni siquiera cuando estuvimos de vuelta en Bonn.

Sentados bajo el monumento a Beethoven, mientras observábamos a la gente que entraba y salía de la Basílica de Münster, Daniela me invitó a quedarme con ella esa tarde, en el departamento de su padre. “Mi viejo se fue a casa de su novia en Colonia y vuelve mañana a la hora del almuerzo, por lo que si quieres y no tienes otro compromiso, podemos compartir la noche, una botella de vino con algo de queso, una ensalada y la cama”. Daniela era una joven con ideas claras y asumía a cabalidad aquello que le apetecía realizar. No acostumbraba a irse con rodeos. Rara vez vacilaba a la hora de optar por algo y tomaba sus decisiones con bastante madurez. Era eso lo que más me llamaba la atención en ella. La diferencia de edad era en verdad un punto secundario y si bien no manteníamos una relación estable, nuestros intereses comunes, que habían surgido desde el primer encuentro bajo la noche estrellada de Mallorca, potenciaban la atracción mutua que nos mantenía comunicados. Cada cual era libre de hacer y deshacer a su antojo. Acepté la invitación sin oponer mayor resistencia.


El tema de Hanna quedó nuevamente sepultado hasta que una tarde, mientras me tomaba un Chai en el Starbucks, ubicado al lado del correo, y leía concentrado “Nuestros Años Verde Olivo”, la vi entrar apurada. Se dirigió hasta mi ubicación, como si me hubiera divisado con antelación.

-“Buenas tardes, Gonzalo, le importa si me siento con usted?”.

-“Por supuesto, no hay problema”, respondí con el placer que me provocaba su presencia y que evidentemente no pude disimular.

Luego de solicitar un té, fijó largamente la mirada en mis ojos. Entonces comentó lo bien que me veía con lentes, pues me daban un aire intelectual (la vez anterior andaba sin ellos puestos) y terminó refiriéndose a Daniela.

-“Supe quien era con sólo verla. Es muy parecida a su padre”, expresó antes de saborear el té que recién habían depositado sobre la mesa. Y entonces continuó hablando. –“Me imagino que le habrá contado algo de mí, ya que su padre era muy cercano a mi marido”. La admiré mientras conversaba y me sentí intrigado por su presencia en ese momento.

-“Yo creo que en cualquier grupo de personas, se tejen historias. Da lo mismo el tema. Mi amiga efectivamente la reconoció a usted y me relató algo de lo sucedido”. No quise ahondar en el tema.

-“Me cuesta creer que yo esté acá con un casi desconocido, confidenciándole algo que no le incumbe y que en realidad es un hecho muy personal”.

-“Hanna, yo no le he pedido que me cuente absolutamente nada. La verdad, y si soy sincero, me provoca curiosidad, pero también siento que se trata de algo privado y no pretendo pasarla a llevar”.

Nos quedamos en el local unas cuantas horas repasando experiencias personales, mientras el tiempo seguía sucediéndose sin que le prestáramos mayor atención. Cuando nos quedamos por fin en silencio, ella advirtió que afuera había oscurecido. Pagamos y salimos del local sin expresar más palabras que auqellas con las que se van tapando esos silencios inevitables, después de una charla tan profunda. Si bien Hanna se había animado a contarme el suicidio de su marido, no entró en mayores detalles. Tampoco quise preguntar, a pesar de todas las interrogantes que me estaban golpeando el coco. Nos fuimos caminando hasta llegar al parque universitario, entonces ella se detuvo y me tendió la mano.

- “Fue muy agradable haber compartido estas horas con usted”, me dijo siempre formal, algo que ya me estaba cansando. Entonces cogí su brazo extendido y la acerqué a mí para besar su mejilla. Sonrió, devolviéndome el beso. “Ustedes los latinos acostumbran a saludarse de besos, según recuerdo”. Asentí con los ojos. “Somos muy acogedores”, le dije. Ya me había dado cuenta que algo muy fuerte me estaba llevando hasta ella y que mis ganas de retenerla a mi lado estaban siendo cada vez más poderosas.

- “Será hasta la próxima vez” - me dijo, como si a través de esas palabras me estuviera enviando un mensaje que yo tenía que saber decodificar.

-“ Podríamos ponernos de acuerdo ahora y no dejarle al azar nuestro próximo encuentro, no le parece?. Me sorprendió mi atrevimiento.

- “Finalmente ha tomado la iniciativa, caballero,tal como me gusta que lo hagan las personas con personalidad”, dijo sin disimular la alegría estampada en sus ojos azules.